El Viaje

  • 01/30/2022

Susana Dantas del Valle

“Le escribo para felicitarla a Ud y su prima por el libro, lo finalicé dias pasados. (…) Celestina forma parte de nuestro patrimonio no solo funerario, sino cultural e histórico. Celestina tiene mucho para contarnos, y tal es así, que hoy cuando comencé a trabajar con alumnos de primer y segundo año del secundario el último tema del año: población (dentro de lo cual abordo los movimientos migratorios) utilicé su libro y les leí el capítulo sobre EL VIAJE. A penas pude terminar de leérselos pues me emocioné porque ví en sus caras que viajaron conmigo a través de su lectura.

Muchas gracias por traer a nuestro presente esta historia del pasado, que va más allá del tiempo, sino a través de las acciones”

1857 - El viaje fue penoso. Celestina tenía sólo doce años, pero siempre recordaría el escenario desde donde partió un día de primavera junto a su familia. No había en el puerto montañas ni nieve, solo buques enormes que zarpaban temerarios, internándose en un mar que parecía no tener fin. Un mar que durante días los mantuvo descompuestos, en medio de un baile infernal de olas embravecidas y en otros, los meció lentamente, como probando su paciencia y su entereza. Pasaron tres largos meses en el barco. Fue testigo del nacimiento de un niño y de la muerte de otros compañeros de viaje que nunca pensaron que los esperaba la tumba en un lugar impreciso en las profundidades del océano. Celestina era observadora. Su hipoacusia había dado una pincelada de parquedad a su personalidad. Los diferentes idiomas que se hablaban en el barco no le significaban inconvenientes ni la sumían en la confusión. Sus ojos aprendían a descifrar del entorno lo que le costaba escuchar. Esta habilidad lasiguió desarrollando a lo largo de su vida. Sus hermanas, Catalina y Bárbara Rosalía

fueron un gran apoyo para ella. Sin embargo, Celestina era dueña de una sensibilidad profunda, un sentido personal, que le hacía percibir de manera vibrante las distintas emociones de los pasajeros. Disfrutó, aunque parezca paradójico, esos largos días en el mar en que la música que interpretaban algunos tripulantes daba color de fiesta al viaje. Esos eran momentos esperanzadores para todos. Tan diferentes a otros que hacían estremecer de pavor sus corazones. La sensibilidad peculiar de Celestina percibía la inquietud y la desazón de los adultos, que esporádicamente acompañaba la navegación a través del Atlántico, junto a la miseria y la falta de alimentos. Ya adulta y para consolarse y conformar a su familia en épocas de pobreza, recordaba las penurias y el hambre que soportaron en aquel viaje. El pan negro que les proporcionaban solo alcanzaba para repartir una rodaja para cada miembro de la familia. Ese bocado era el más sustancioso del día. Cuando su madre había aceptado las condiciones del contrato de colonización, ignoraba que la mayoría de las obligaciones por parte de la agencia serían sólo promesas, imposibles de exigir en medio de un océano inconmensurable y ante un capitán insensible. Al llegar a América, Crecencia y Julián, al igual que los demás inmigrantes se enfrentaron a la incertidumbre de no tener destino al llegar a Argentina pues el contrato por el cual viajaban había caducado. Ante esta situación los colonos fueron conducidos al delta del Paraná, pero allí era imposible desarrollar ningún tipo de cultivo. Desesperados recurrieron al Presidente de la Confederación Argentina, Don Justo José de Urquiza, quién decidió asignarles tierras río Uruguay arriba. En julio de 1857, Celestina junto a su familia y otros centenares de almas, casi tan desahuciados como ellos, desembarcaban en la Caleta Espiro para fundar la villa San José y su Colonia. Había pocos momentos de juego para Celestina. No obstante, encontraban alguna oportunidad para distraerse con sus hermanos, en los atardeceres apacibles de aquel invierno. Nada había sido organizado y previsto como habían pensado al iniciar la travesía. Al llegar a destino, las familias improvisaron tiendas con los baúles y bártulos que habían sobrevivido al viaje, a metros del lugar donde desembarcaron. Los días se llenaron de trabajo, a los que Celestina debió sumarse con los otros niños. Todos ayudaban. Buscaban leña, acomodaban las cosas bajo los árboles, ayudaban a cuidar alos más pequeños o colaboraban en la

preparación de la comida. Todo se compartía entre los miembros de aquella comunidad que se abría paso desde un campamento improvisado. Sin embargo, el desembarco en la Calera Espiro, les pareció una señal que reavivó sus esperanzas, y sin más comenzó ese proceso de arraigo que nos asombra y emociona.

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